Cuando papi sembró el pequeño caimito en el terreno, nuestra casa familiar apenas estaba en construcción. Lo plantó para poder disfrutar de su sombra en algún momento de la vida; darle frescor a nuestras tardes en Acarigua, poner su hamaca, sentarse a leer el periódico, hacer los encuentros de los sancochos del domingo.
El arbolito en cuestión y en obediencia a mi padre –su padre- se hizo enorme, frondoso, imprescindible. Con el paso de los años echó poderosas raíces que lo hicieron sostener firme su también inmenso tronco; sus ramas fueron convirtiéndose en el techo natural verdiamarillo que nos guarecía de los aguaceros o del sol inclemente.
Mis hermanitos, primos, primas y yo crecimos bajo su sombra…junto con él. Nuestro patio de juegos tenía piso de tierra y techo de hojas. El caimito se convirtió en un miembro importante de nuestra familia, esa que, año tras año, iba sumando afectos, querencias, celebraciones, allegados, nietos.
Pasaron cinco décadas desde entonces. Se dice fácil, pero cuando miro hacia atrás me topo con montones de recuerdos alrededor de él. Miles de anécdotas, encuentros, navidades, momentos especiales, año nuevo, graduaciones y carnavales con él como testigo y con toda la grandeza de mi padre como artífice.
Mi papito hoy se despidió para irse al lugar al que regresan las almas buenas. Allí queda su árbol gigantesco, como recordatorio eterno de lo plantado en vida: un hogar de raíces fuertes con sus ramas que llegan hasta el cielo, una esposa y su compromiso de amor intactos, una familia que se ama inmensamente y se hace presente incluso en la distancia y el sueño posible de reunirnos todos en su honor, un domingo de estos, a recordarlo todos juntos, bajo la sombra del caimito.
Productora teatral • Escritora • Locutora
0 Comments